Mi madre murió un día 3.
Había nacido un día 3.
Amarré su último latido entre mis manos, rogando que se quedara un rato más. Un instante performático, dolorosamente hermoso.
Rosa.
La doctora de guardia consultó su reloj, desenrolló el papel rosa de un electro plano y firmó el certificado de defunción. Fin.
Minutos después vino el funerario y nos sentamos a elegir cosas: Ataúd, sala de velatorio, catering, ¿dulce o salado?, ¿incineración o inhumación?
Nos quedamos con el modelo papal. Se llama Abadía, aunque debería llamarse Wojtyla, un féretro de madera de pino tapizado de algodón. De lo más sencillo y austero. Y, además, ecológico. Sobrio, ligero. Casi simbólico.
Una caja sin pretensiones de eternidad. Como mi madre.
En medio del caos de la sala 1 del tanatorio de la M30 apareció un señor con gabardina y sonrisa condescendiente. «Soy el especialista en duelo», dijo. Mi hermana susurró que estaba incluido en el servicio, junto con la tortilla de patatas y los zumos.
La tía Pepita se soliviantó con los aranceles de Trump. Mis primos despotricaron del presidente. Y ahí acabó la terapia.
Oye.
Y la factura: más de 5.000 lereles.
Morirse no sale barato. Ni poético. Ni siquiera práctico.
A mi madre la incineramos al día siguiente, el 4 del 4, y comprendí por qué llevaba años despertando a las 4:44 de la madrugada. Es como si el universo o mi alma lo supieran antes que yo. Como si ya se estuviera preparando todo para que pudiera sostener el momento más brutal de mi vida sin romperme del todo.
Hay cosas que no se explican. Pero se sienten.
A veces, los números son sagrados.
Azul.
Recogimos sus cenizas en urna azul con tapa de Colacao grabada con su nombre. Una tapa de esas que se abren con el mango de una cuchara. Yo hice palanca con la llave inútil de mi buzón. Dentro: mi madre, en versión soluble. No como ceniza negra imaginada, sino como arena fina de playa. Con trocitos de conchas. O hueso.
Diluviaba. Caía agua a jarrazos. Como en su boda. Como en el entierro de la abuela Paquita. Como cuando nacimos sus hijas. Mamá odiaba el mar, los ríos y los pantanos.
Blanco.
En la entrada a la Almudena, por la avenida de Daroca, los coches fúnebres se ordenan en una cola parecida a la pista de aterrizaje de la T4. Cada equis minutos, aparece un Mercedes alargado y blanco (es la moda).
Una fila constante de cuerpos intermitentes. Como si la muerte respetara la lista de espera de los vivos.
Negro.
Hoy, con mi reloj a las 5:55, me he ahogado en el agujero negro Vantablack. Sabiendo que ella ya no está.
Pero la palabra, como la vida, sigue.
Y tú me lees.
P.D. Mundo Panoli no es una newsletter. Es un espejo. A veces empañado.