«Vivimos rodeados de señales que no sabemos interpretar» Así o con algún aforismo semejante, empezaban las conversaciones con Pope y yo, con un pincel entre los dientes, asentía. A él le seguía inquietando haber sido elegido como modelo para las pechinas de la iglesia y yo seguía agradeciendo que cada tarde viniera al estudio a sentarse horas frente a una forastera a la que apenas conocía. A veces traía chorizo con pan y merendábamos. Era su manera educada de rechazar mis tortas de azúcar y el café que le ofrecía. — Así mato más rápido el hambre porril — aseguraba con su media sonrisa.

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Mi ensimismamiento no invitaba a confidencias, pero en los descansos nos cobijábamos bajo la palmera y observábamos a los pájaros volar. Nuestra amistad fue de largos silencios y cortas miradas.

— Mañana te pinto por dentro— amenazaba después de cada jornada y él enrojecía.

Se acomodaba sobre el taburete y se queda quieto como estatua. Yo me entretenía pintando los farolillos de su pelo. A veces me contaba lo que le había ocurrido en la obra. Una tarde llegó muy triste. Alguien se había caído del andamio, ¿un compañero? No lo sé, ahora no me acuerdo. Han pasado veinte años pero recuerdo que nos comimos una tableta de chocolate. En silencio.

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Le intrigaba que le hubiera elegido a él precisamente entre tanta gente del pueblo gustosa por participar, ¡si casi nunca iba a Misa! — Porque sí Pope y ¡no me gires los hombros!

Lo que no te respondí entonces lo haré ahora cuando me acaban de decir que ayer se te partió el pecho cuando salías de «la asomailla»

Estabas sentado en un banco y al pasar me miraste. No había curiosidad en tu mirada, ni siquiera interés. Es posible que ni me vieras, pero de todas las personas de la plaza para mí eras el único que estabas presente. Supe que debías ser tú y no paré hasta que el primo Manuel te buscó en el bar y te convenció. La primera vez que compartimos un botellín no entendías lo que necesitaba de ti y te negaste amablemente. La segunda vez me diste esquinazo. La tercera llamaste a mi puerta y dejaste que te manipulara sobre el taburete como a un maniquí de madera. Nos reímos. Nos reíamos mucho.

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—Oye Marta, que en el pueblo me están empezando a llamar “el santo” — me decías sorprendido —, y ¡me dejan pasar el primero en la cola del súper!

—Pues mejor para ti y mírame fijo anda…

Pope no soportaba mirarme de frente. Se ponía colorado y nos entraba la risa… — Mañana te pinto por dentro sí o sí.

Llovía. Hacía frío y encendí la caldera. Prometimos estar muy serios y después de unos minutos de concentración levantó la cabeza y me miró con toda la fuerza y la pasión que llevaba dentro. Embistiendo sus ojos azules en el lienzo con la fuerza de un toro noble. Y me permitió entrar en su alma. Eras Lucas, mi elegido, el amado sanador, el que permanece cuando todos se han ido, el inseguro, el más humilde, el más humano…

—Y entonces… cuando me muera… ¿me quedaré allí colgado, en la cúpula… para toda la vida?

— Sí, mi querido Pope. Para toda la vida.

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En su memoria.
24 de Agosto 2017
Marta Sanmamed.
Iglesia de San Cipriano. Cebolla. Toledo. Año 2000