Ven.
Acércate a la lumbre y acurrúcate a mi lado.
Acomódate y permite que te cuente tres historias que tengo reservadas para esta noche tan especial.
Quizá lo adorne con pequeños detalles, ya me conoces, pero son hechos reales con documentos que prueban su veracidad. No pienses que son leyenda o que han nacido de la pluma de alguna mente ilustrada.
Son vivencias que demuestran la grandeza del ser humano aun en tiempos de guerra y es esperanzador tenerlo presente.
¿De qué va este artículo?
ToggleLa abadesa que no quiso ser emperatriz
Corre el año 1808, en plena Guerra de la Independencia.
Napoleón acaba de abandonar Madrid y está atravesando junto a sus tropas el complicado paso de Guadarrama, persiguiendo al ejército británico del general Moore.
El emperador llega a Tordesillas, en Valladolid y su ejército debe salvar el río Duero por un puente demasiado estrecho para los setenta mil hombres de infantería, cinco mil de caballería y una artillería con doscientos cañones.
El retraso en cruzar ese portazgo les ha obligado a hospedarse en la Casa del Obispo, perteneciente al convento de Santa Clara.
Se acomoda Napoleón en la mejor dependencia y se viste de Gala antes de reclamar la presencia de la abadesa del convento, María Manuela Rascón.
Una mujer sexagenaria, leída, escribida y muy culta, a pesar de vivir enclaustrada más de cuarenta años.
La monja se resiste al mandato en un primer momento, pero accede y trata de ser todo lo cortés que le permite su animadversión hacia los franceses.
El emperador le ofrece una taza de café, brebaje extraño que ella nunca ha probado y lo saborea a pequeños sorbos.
Conversan frente al fuego ayudados por un intérprete; el conde d’Hédouville.
Él se interesa por la regla del convento, sus privilegios y su gestión. También comentan pasajes de la historia como la estancia de Juana la Loca encerrada entre aquellos muros.
Ella desconoce algunos datos puesto que limita su lectura a libros de liturgia y pasajes de la Biblia, pero es buena conversadora de manera que la sala se va impregnando de calmosa cordialidad y en Napoleón se percibe un atisbo de admiración.
En su mente está tomando nota de cada detalle para abrir similares conventos en Francia y lo intentó antes de que le exiliaran en la isla de Santa Elena pero, esa es otra historia.
Los conocimientos y la grata compañía de la religiosa le han inspirado y es su deseo recompensarle con el nombramiento de «abadesa emperatriz».
El general ignora que María Manuela no es mujer de vanidades y se sorprende cuando le sonríe rechazando amablemente tal condecoración.
De hecho, ella le ruega algo mucho más urgente: la salvación de la vida de tres hombres acusados de traición.
Su ejecución estaba prevista con la llegada de las primeras luces del alba pero, por milagroso que parezca, la sentencia nunca se llevó a cabo.
Varios días después de aquel encuentro, las cornetas sonaron para despedir al emperador.
Tras su marcha, Napoleón dejaba firmado el indulto para aquellos hombres, cien napoleones de oro y un edicto que imponía un castigo severo a cualquiera que perjudicase o molestase a las religiosas.
Todo aquello aconteció una noche de Navidad.
Espera, deja que avive el fuego y presta atención a mi segundo relato.
El duelo de villancicos
En 1914 sobre la fría tierra de Bélgica, los soldados alemanes, británicos y franceses sobreviven a los gases venenosos y a las ametralladoras sin poder escapar del lodazal de las trincheras de Ypres.
Hace apenas cinco meses que ha comenzado la Primera Guerra Mundial.
Los soldados la imaginaron con una guerra corta y esperaban poder regresar a sus casas por Pascua pero, se equivocaron.
Los combatientes sobreviven a duras penas, encerrados en aquellas zanjas excavadas en la tierra, con las manos congeladas, hambrientos, añorando a sus familias, desesperanzados, mutilados y solos.
Llega la Nochebuena y la tristeza se pasea por la tierra cubierta de nieve.
Hay órdenes de que reciban provisiones y algún detalle excepcional, como unos pequeños abetos para decorar la trinchera alemana, pero nada les consuela.
Unos tiemblan de frío y otros de miedo.
El silencio se rompe inesperadamente con un cántico.
Se van sumando más voces y los alemanes, que habían adornado los abetos con velas, los alzan por encima de sus cabezas.
Los ingleses, observan desde la trinchera contraria y también se animan a cantar sus propias canciones.
Pareciera que acaba de comenzar un duelo de villancicos.
En el instante preciso, una voz profunda entona una melodía universal «Noche de paz» y los soldados al unísono se unen a un mismo coro.
A media noche asoma una bandera blanca y dos soldados de cada bando, los más valientes o los que ya no tienen nada que perder, se atreven a atravesar tierra de nadie y estrechan unas manos que, inesperadamente, han dejado de ser enemigas.
Poco a poco van saliendo los demás y se intercambian sonrisas, una porción de chocolate, unas galletas, alguna lágrima y algún que otro trago de Whisky.
Hasta se atreven a jugar un partido de fútbol en la mañana de Navidad.
Se dijo que ningún alto mando participó en esta confraternización pero, los jefes de Estado Mayor de cada ejército exigieron la lista de implicados para acusarles de traición.
Algunos soldados fueron severamente castigados y lo sucedido se ocultó.
La mayoría de fotografías y documentos se interceptaron para ser destruidos pero se salvaron algunas cartas donde los soldados narraban a sus familias la emoción de aquella noche.
Aquella barbarie de peones que fueron ahogados en sangre duró cuatro largos años.
Si esa tregua entre trincheras se hubiera alargado más, la Historia se habría ahorrado uno de sus capítulos más duros.
Lo sé, no son cosas que pueda procesar tu corazón de niña pero, en las guerras pierden todos, por eso las escribo en minúscula.
Deja que te abrace más fuerte y acaricie tu pelo pero, no te duermas todavía que aun quiero contarte el tercer y último cuento.
No fue por casualidad que aquello aconteciera una noche de Navidad.
Sopa de pollo
Estamos en diciembre de 1944 y faltan unos meses para el deseado fin de la Segunda Guerra Mundial.
La tierra helada de las Árdenas en Bélgica ha sido saqueada por los carros de combate alemanes (los Panzer) y muchas unidades están aisladas en los bosques nevados.
Tres soldados americanos llevan vagando días desorientados, uno de ellos, Ralph, está herido y ha perdido mucha sangre. Apenas pueden caminar hundiéndose en la nieve y están a punto de dejarse morir cuando, entre la niebla distinguen una cabaña iluminada.
Llaman a la puerta y una mujer les recibe.
Elisabeth Vincken les observa mientras protege con su cuerpo a Fritz, su hijo adolescente.
Ella confesó años más tarde que tardó medio segundo en recordar que ayudar al enemigo estaba penado con la muerte y otro medio en asumir el riesgo y dar cobijo a aquellos hombres.
Les invita a sentarse y se dispone a atender al herido, mientras Fritz siguiendo las indicaciones de la madre añade más patatas a la sopa de pollo que tenían reservada para la Nochebuena.
Los americanos agradecidos se confortan al calor del fuego y se comunican con la anfitriona chapurreando en francés.
Súbitamente vuelven a llamar a la puerta.
Elisabeth abre y Fritz se asusta ante la presencia de cuatro soldados alemanes.
Los gritos de los de dentro se confunden con las amenazas de los de fuera y durante interminables minutos se aventura una matanza a quemarropa.
Ella exige silencio y con determinación les pide que depongan su actitud y les entreguen las armas.
La tensión es angustiante y a todos les lleva tiempo aceptar que necesitan ese refugio por más que lo tengan que compartir con el enemigo.
Inesperadamente se crea una tregua en aquella humilde cabaña. Ella comparte lo mejor de su despensa y alrededor de la mesa se impone la paz.
Antes de dormir Elisabeth mirando hacia la estrella Sirio dijo una oración rogando por el fin de la guerra y para que todos regresaran sanos y salvos a sus hogares.
Fritz siempre recordaría las lágrimas y la infinita tristeza de su madre y de aquellos soldados atormentados.
A la mañana siguiente, fabricaron una camilla para el herido y emprendieron caminos separados, cada uno hacia sus respectivos frentes de guerra.
No volvieron a verse pero Fritz, después de que falleciera su madre, quiso localizar muchos años después a uno de esos soldados americanos.
Ese encuentro tan emotivo lo registró una cadena de televisión y las palabras de Ralph quedaron grabadas para la eternidad:
«Tu madre arriesgó su vida para salvar la mía»
Y ahora duerme mi niña.
Desearía que tu tiempo en esta tierra fuera un espacio sin dolor ni miedo, pero la humanidad puede perder el juicio en cualquier momento… ya lo estamos haciendo.
Mantengamos el fuego encendido por si alguien llamara a nuestra puerta en esta noche en la que nadie merece la soledad.
Y abriré las ventanas para que la luz de la estrella te bañe y ponga en tu camino a gente de buena voluntad.
Personas que calmen tu angustia con una canción de PAZ, que te abracen como yo lo hago y arriesguen su vida para darte refugio.
Feliz Navidad
Marta Sanmamed