Ese nudo en el pecho que aparece cuando te priorizas, cuando dices que no, cuando no llegas. En este episodio de METAdamas desenmascaramos a la señora culpa: de dónde viene, cómo nos atrapa… y lo más importante, cómo soltarla.
Hola, culpa.
Te esperaba. Como siempre, puntualísima en put* lunes.
Vienes cuando he apagado el móvil todo el finde sin aviso previo.
Cuando abandono los platos en el fregadero y dejo parecer lo que es: el campo de batalla de una guerra que no pienso librar.
Cuando no respondo a esos wasaps hasta tres días después… y sin justificarme.
Cuando me pongo en modo ameba, sin un solo plan que enseñarle al algoritmo.
Apareces cuando veo que mi familia es cero normativa y mi padre no es ese ser de luz que todo lo abraza.
Y, por supuesto, ahí estás tú, cuando no termino ese proyecto deseado.
Cuando no soy productiva.
Cuando no brillo.
Cuando no cumplo.
Cuando no llego.
Menos mal que hay otra Marta.
La que respira.
Inhala. Exhala.
Vacía. Vacía. Vacía.
Sin castigo.
La culpa no nace de haber hecho algo malo.
Nace de poner límites.
Dejar los platos sucios.
Priorizar la salud antes que el currículum.
Y decir: hoy no puedo. Y punto.
Nos han enseñado que el valor está en la utilidad y que si no estás disponible, eres demasiado “difícil”.
Elegirte como primera opción es revolucionario. Y sí, acojona.
De cómo soltar la culpa cuando no eres la hija ejemplar, la amiga disponible, la gran hacedora y la que no se equivoca, te hablo en este episodio de METAdamas.
La culpa (esa vocecita que no calla ni aunque te tomes mil tilas)
Desde hace siglos, la culpa se viene cocinando a fuego lento.
San Agustín ya hablaba de ella como marca de nacimiento: pecado original, castigo merecido, redención mediante dolor. Años más tarde, el catolicismo se encargó de rematar el menú: si haces algo mal, te arrepientes, te confiesas, haces penitencia… y vuelta a empezar.
Como si fuéramos pecadoras en plantilla.
Pero luego llegaron otros a complicarlo. Nietzsche, por ejemplo, dijo que todo eso de la culpa era un invento cultural para que las personas obedecieran. Que la vocecita esa que te juzga no es natural, es construida. Pura domesticación moral.
Y Sartre… ay, Sartre. Él decía que somos libres. Que podemos elegir. Pero con esa libertad viene una carga: si la cagas, no hay a quien echarle la culpa. Solo a ti. Y entonces, ahí está ella: como un dedo señalándote desde dentro.
El budismo, más zen, tiene otro enfoque: si has metido la pata, lo reconoces, lo reparas (si puedes)… y sigues con tu vida. Sin látigo. Sin castigo. Sin drama.
Y luego está la psicología de ahora, que dice que la culpa también tiene su utilidad. Que es como una alarma interna que nos avisa cuando algo no ha estado bien. Que nos empuja a reparar, a cuidar al otro, a no repetir. Pero claro… una cosa es una alarma, y otra vivir con la sirena encendida todo el día.

El cuerpo no se lo inventa
La culpa no se queda solo en la cabeza. También se mete en el cuerpo.
El corazón se acelera, la respiración se vuelve más cortita, la espalda se tensa, el estómago se revuelve. A veces no sabes por qué estás agotada, y resulta que llevas semanas cargando con esa sensación de “he fallado”, aunque no lo digas en voz alta.
Y no lo decimos por intuición. Lo dice la ciencia.
Estudios con resonancia magnética muestran que cuando sentimos culpa se activan zonas específicas del cerebro: la ínsula (que regula cómo sentimos el cuerpo), la corteza prefrontal medial (la que se encarga de analizar, juzgar, rumiar) y el giro temporoparietal (esa parte que nos hace ponernos en el lugar de la otra persona).
Cuando te sientes culpable, todo ese sistema se enciende. Y si no lo regulas, se queda en modo centrifugado emocional.
Y lo más loco: esa culpa crónica se relaciona con problemas físicos reales. Dolores de espalda, trastornos digestivos, insomnio, fatiga, defensas bajas.
No es que estés floja. Es que tu cuerpo está pidiendo una tregua.
¿Por qué a nosotras nos pega tan fuerte?
Porque sí. Porque lo vivimos distinto.
Las mujeres, en general, sentimos más culpa que los hombres. Por educación, por cultura, por química, por todo. Desde pequeñas nos enseñan a cuidar, a no fallar, a estar disponibles. Nos premian por ser buenas, responsables, entregadas. Así que cuando nos salimos del papel, cuando decimos no, cuando no llegamos, cuando nos priorizamos, se activa el programa interno: culpa.exe.
Además, nuestros cerebros reaccionan más rápido en las zonas relacionadas con la empatía y el juicio. Y los estrógenos hacen que recordemos con más fuerza lo emocional. No solo pensamos en lo que hicimos, lo revivimos con todo lujo de detalles. Con banda sonora de “no vales”, “qué egoísta eres” o “otra vez mal».
Ellos, en cambio, tienden más a poner la culpa fuera. A pensar “las cosas son así, no es culpa mía”.
Y eso no los hace malos ni a nosotras mártires. Solo distintas.
¿Se puede eliminar la culpa?
No se trata de borrarla. Se trata de entenderla. De saber cuándo tiene sentido… y cuándo está actuando de forma exagerada.
Hay formas muy simples y efectivas de bajarle el volumen:
- Respirar profundo, con exhalaciones largas.
- Cantar, tararear, usar la voz (estimula el nervio vago, que es como el botón “calma” del cuerpo).
- Mover el cuerpo: caminar, balancearte, bailar suave.
- Escribir lo que sientes, y luego romperlo o quemarlo.
- Abrazar a alguien más de seis segundos.
- Recordarte que hiciste lo mejor que pudiste con lo que tenías en ese momento.
Y sobre todo: hablarte con ternura.
Tratarte como tratarías a tu mejor amiga si viniera a contarte lo mismo que tú te estás machacando por dentro.
¿Y si la culpa fuera solo una señal, no una sentencia?
La culpa, cuando es sana, te avisa de que algo importa. Te da la oportunidad de reparar. De crecer.
Pero cuando se vuelve crónica, no te mejora. Te encoge.
No se trata de vivir sin culpa, sino de que no te gobierne. Que no sea la que decida si mereces descansar, desconectar, poner límites, decir no.
Este episodio de METAdamas es para ti si sientes que la culpa se cuela incluso en los momentos de paz.
Si te castigas por no ser productiva.
Si crees que poner límites te hace mala persona.
Si sientes que podrías haberlo hecho mejor.
No estás sola. No eres rara. No estás rota.
Solo estás aprendiendo a escucharte más fuerte que a esa voz que te dice que no vales si no cumples.
Respira.
Exhala.
Y repite conmigo: no tengo que justificar mi descanso.
Ni mi forma de querer.
Ni mi necesidad de silencio.
Ni mi forma de ser.
El episodio sobre “La culpa” ya está disponible en METAdamas. Te espero al otro lado del micro.