Una niña que se queda sola en un vagón abarrotado de testigos inmóviles. Vas a ver cómo mantener la calma y será la mejor elección antes de actuar.
La calma no es de lavanda
Ni es dulce, ni es pasiva, ni se compra en herbolarios.
La calma, cuando de verdad aparece, es un bicho raro.
Una fuerza silenciosa que no presume ni grita. Que se sostiene cuando todo alrededor se tambalea. Que no busca likes ni pone cara de Buda.
El otro día recordé que la calma se contagia y se transmite.
Mira cómo puedes cambiar las reglas del juego.

Samara y el tranvía: una historia real de cómo mantener la calma
Zaragoza con su tranvía en hora punta.
Una madre bajando a toda velocidad con sus tres criaturas.
Una escena costumbrista donde el caos es parte del decorado urbano.
El problema: la niña no bajó a tiempo. Las puertas se cerraron. El tranvía arrancó. Y Samara (así se llamaba) se quedó dentro.
Sola. Asustada.
Golpeando los cristales sin saber qué hacer.
El vagón lleno de adultos en modo “efecto espectador”: todo el mundo mirando, pero sin moverse. Como si esperaran que la niña lo solucionara por sí sola o que alguien moviera ficha.
Me acerqué al pajarillo asustado. La abracé y le prometí que la llevaría con su madre.
Así de fácil.
Nos bajamos en la siguiente parada y desandamos el camino charlando sobre lo ricas que están las tortitas con fresas y muuucho caramelo.
También me confesó que llevaba tres días en la ciudad y que tanto aire le asustaba.
Sin embargo, no había miedo. Tampoco urgencia.
Solo ternura y crear el clima apropiado.
Solo mantener la calma.
Pero, ¿mantener la calma es disociarse?
Durante mucho tiempo me preocupó verme como un bicho raro, y lo sigo siendo, pero ya no me preocupa.
Me paso de resolutiva.
En momentos de crisis me enfrío como cuando me meto en mi poza helada y hago cosas.
Una vez me dijeron que me desconectaba y podía ser «malo».
La disociación no siempre es un trauma a gritos. A veces es esa sensación de estar actuando sin estar del todo. De verte desde fuera, como si la escena la protagonizara otra persona. Es un truco del cerebro para no bloquearse. Para ponerse en piloto automático y poder sostener la situación sin que te rompa el alma por dentro.
Pero aquí viene lo bueno: cuando después del suceso puedes volver a ti, recordar todo con claridad, y no quedarte atrapada en el vacío… entonces eso no es disfunción, es herramienta.
La calma como superpoder neurobiológico
Vamos a ponernos un poco científicas, pero sin perder el flow.
Cuando eliges respirar en vez de gritar, activar el cuerpo en vez de bloquearte, o escuchar en vez de reaccionar, lo que estás haciendo no es místico. Es neurociencia.
El sistema nervioso tiene dos vías:
- El simpático, salta cuando hay peligro. Huida o ataque. (taquicardia, sudor, reacción).
- El parasimpático, se activa cuando respiras profundo y mantienes la calma.
Cuando activas el parasimpático, tu frecuencia cardíaca baja.
Tu cerebro empieza a segregar oxitocina.
La amígdala se desactiva y deja paso a la corteza prefrontal, la parte que decide con criterio.
Es decir: la calma no es algo que “te ocurre”, es algo que entrenas.
Cómo se entrena la calma (sin incienso ni cursilerías)
Se entrena como se entrena una voz interior que te salva.
Cuando te callas antes de mandar ese audio de WhatsApp que sabes que va a incendiarlo todo.
Cuando respiras antes de contestar una provocación.
Cuando decides no responder al caos con más caos.
También se entrena en el cuerpo.
Caminando lento, aunque todo en ti quiera correr. Cocinando sin multitarea. Dejando el móvil en la otra habitación.
En esos gestos tan pequeños que parecen no tener importancia… y que en realidad lo cambian todo.
Porque cada vez que eliges mantener la calma, le enseñas a tu cerebro que puede confiar en ti. Que no necesitas explosión para existir. Que puedas quedarte contigo, incluso cuando el mundo arde.
El efecto espectador y el contagio
Samara me enseñó algo más. El vagón estaba lleno. Nadie se movió. Hasta que yo me moví al principio. Entonces, todo se deshizo: los suspiros, los murmullos, las excusas.
Una sola persona tomando la iniciativa rompe el hechizo del «nadie hace nada».
Esto tiene nombre: efecto espectador.
Fue estudiado por Latané y Darley en los años 60, después del asesinato de Kitty Genovese. Descubrieron que, cuantas más personas hay, menos probable es que alguien actúe.
Porque todas miran, pero ninguna va a tomar la iniciativa.
La responsabilidad se diluye.
La inacción se contagia.
Pero aquí la clave: la acción también se contagia.
La calma también se contagia.
Y eso, para mí, es lo más bonito del asunto. Que si una mantiene la calma, la puede prestar.
Como si fuera un paraguas emocional. Como si dijeras sin decir: “tranqui, no pasa nada, estoy contigo”.
El día que aprendí que la calma no es solo sentirse bien
La calma ese día fue eficacia emocional. Frialdad útil. Sostener sin dejar que me atraviese la angustia de ver a esa pobre cría asustada. También era empatía.
Mantener la calma no siempre es suave. A veces es seco. Práctico. Dolorosamente lúcido.
Pero funciona.
Y cuando una niña vuelve a encontrarse con su madre después de un buen susto, y lo hace con una sonrisa y no con lágrimas, sabes que valió la pena.
En defensa de la calma como revolución
Hoy, que todo va rápido, que el cortisol es un estilo de vida, que la ansiedad se maquilla de multitarea, quiero decirlo claro:
La calma es política.
La calma es un límite.
La calma es una forma de estar.
Y sí: la calma es una forma de amar.
Mantener la calma no es apagar el fuego. Es no convertirte tú en gasolina.
Y a veces (como me pasó a mí ese día con Samara) no es que te sientas bien. Es que haces lo que hay que hacer. Y luego lo piensas. Y luego lo sientes.
Y luego escribes sobre ello.
Y lo grabas. Y te lo cuento mi METAdama de mis entrañas.
Porque no hay que olvidarlo.
El episodio sobre “La calma” ya está disponible en METAdamas. Te espero al otro lado del micro.